jueves, 30 de octubre de 2014

Estambul, choque de civilizaciones

A pesar del calor de los bazares, de la simpatía de la gente y de los dulces tés hirviendo que sirven en cada restaurante; si viajas a Estambul en diciembre tendrás que preparar una maleta llena de abrigos. Así lo hice yo cuando fui y, a pesar de ello, sentí frío al salir por las puertas del aeropuerto de Ataturk. Lo primero en lo que me fijé al llegar fue en la gran cantidad de taxis que había y en la prisa de los coches por la autopista, donde en ocasiones se formaban grandes atascos. Ésto no resulta raro si tenemos en cuenta que Estambul tiene más de catorce millones de habitantes. Por la ventanilla del taxi veía continuas mezquitas y edificios que me recordaban a Aladdin, mi película de la infancia, y no podía dejar de pensar en los años de Historia que tenía la gran ciudad que se presentaba ante mí.
Lo que más me impresionó no fue la Mezquita Azul, ni Santa Sofía, ni siquiera el puente Galata ni el puerto de Eminönü; sino los grandes bazares donde gente de todas las edades, razas y culturas acudía a comprar cosas mediante el truco del regateo.


Una fusión de colores y aromas se entremezclaban entre los diferentes puestos, donde se podían encontrar desde telas y cueros hasta falsificaciones, sin olvidar las famosas shishas. En la puerta central del Gran Bazar se encontraba el punto de encuentro de la mayoría de turistas: la columna de Çemberlitaş. Ésta se erigió como monumento a las órdenes del emperador Constantino al declarar Bizancio como capital del imperio romano. 
En mi tercer día en la ciudad decidí ir a la plaza Taksim, de la que había oído hablar por televisión debido a las manifestaciones que se estaban produciendo. Al llegar me encontré con un gran mercado de flores y con un pequeño tranvía que daba vueltas alrededor de la plaza. A la vuelta caminé por Defterdar Yokuşu, una ancha avenida que me recordaba a la Gran Vía de Madrid y en la que se encontraban todas las tiendas y hoteles de lujo. Al final de la calle estaba la Torre Galata, famosa por dar nombre al barrio y al puente. Subí a ella a pesar de que el ascensor estaba estropeado y pude contemplar las increíbles vistas de Estambul.
El resto de los días los pasé visitando mezquitas, en las que había que descalzarse para entrar y cubrirse la cabeza con un velo. Según la religión islámica esto se hace para no incomodar a Alá. Los musulmanes, además, se lavan las manos y la cara antes de entrar en una mezquita y luego rezan. La oración es un ritual complicado que consta de una serie de pasos y que se debe hacer siempre mirando hacia el Mihrab, que está orientado a la Meca.
La comida turca me resultó demasiado picante y no era como me la había imaginado (sólo encontré un puesto de kebabs parecidos a los que se hacen en España). 
El último día fui al café Pierre Loti, que estaba al lado de un cementerio. Este café era famoso porque el escritor y explorador Pierre Loti acudía a menudo para meditar mientras bebía uno de los más de quince tipos de té que se servían. 
El último día, mientras esperaba en el aeropuerto para regresar a España, no pude evitar pensar en la gran cantidad de contrastes de Estambul y en toda la Historia que había pasado por sus calles. Pensé en todos los nombres que había tenido (Constantinopla, Bizancio y Estambul) y en lo importante y estratégica que había sido para todos los imperios. Me alegré de que estuviese tan bien conservada y de que los monumentos permaneciesen intactos, y me senté en una cafetería del aeropuerto dispuesta a tomar mi último té en tierras turcas.